APOYADO EN EL QUICIO DE LA PUERTA

Apoyado en el quicio de la puerta
contemplaba dormir a las montañas,
su silencio guardaba con la nieve
una imagen serena de la estampa.

El silencio mil veces compartido,
retornó nuevamente hasta su alma,
y llegó con los años infantiles,
y los sueños de niño que forjara.

¡Cuántas notas nacieron esos días
como voces pacientes de una flauta!,
¡cuántos besos lanzados al vacío
y suspiros perdidos en la nada!

Recordaba aquel tiempo ensimismado
y quizás con un poco de nostalgia,
fueron días de versos y de vinos
tras las huellas celestes de las hadas.

Devoraba la Biblia y el Quijote
y sus ojos con ello se cansaban,
persiguiendo a los curas y guerreros
y la cruz en la lucha con la espada.

Más sus ojos buscaban en las letras
esa historia que siempre se ocultaba,
en los nombres un tanto femeninos
de doncellas y vírgenes sin cara.

Eran sueños de un niño trotamundos,
un juglar caminando por la playa,
un bohemio sin copa ni fortuna,
un Don Juan declarándose a su dama.

Pero el tiempo pasó y aquellos ratos,
le dejaron un roce y una marca,
y su alma de niño fue creciendo
entregado a la vida que llegaba.

Hoy contempla la hiedra en las paredes
cómo cubre las piedras y las tapa,
sin perder la sonrisa de sus labios
con la brisa tan fresca que le abraza.

Y se dice que sí, que aquellos días,
fueron días de sueños y esperanzas
a pesar de fortunas y reveses
que la vida a su paso le dejara.

Apoyado en el quicio de la puerta
hay un hombre que mira a lontananza,
es un niño con barba ya crecida
un poeta con alma renovada.

Porque tú, fuiste sabia de su vida,
y viniste, montaña, con tus nanas,
a sembrar en su pecho mil suspiros
y a dormir en sus sienes plateadas.

Rafael Sánchez Ortega ©
05/02/10

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