LLEGO TARDE.
Sí, llego tarde y lo sé.
Precisamente hoy que quería verte
y darte una sorpresa,
ya que la mereces por todo lo que haces,
por esa constancia en tu trabajo,
por la dedicación a los niños
y también por esos detalles especiales
a las personas mayores
que acuden a tu lado en busca de una palabra
que para ellos es como una caricia.
No tengo remedio.
Perdí el tren de las cuatro
y ahora tengo que esperar una eternidad
a que llegue el nuevo enlace.
Pienso que estarás en el café que quedamos,
mirando el reloj constantemente
y preguntándote por el motivo de mi tardanza.
En realidad podía enviarte un mensaje por el móvil,
incluso te podría hacer una llamada,
pero no tengo tu número
y recuerdo las bromas que nos gastamos el otro día
acerca de para qué necesitábamos los números
si cada uno llevaba al otro en su corazón.
Ya ves, ahora,
¿cómo te vas a enterar,
de lo que me ha pasado,
si yo no puedo comunicarme contigo?
Pero de hoy no pasa.
Luego te pediré el teléfono
y añadiré tu número a mi agenda,
igual que tú harás con el mío.
Así estaremos más cerca,
incluso más de lo que nuestros corazones
ya se encuentran,
porque si llegan las ausencias,
vienen con ellas los miedos
y ante estos hace falta tener ese recurso para llamar,
para escuchar la voz,
para oír el motivo y la causa del retraso
y también para enviar y recibir un beso
a través de la distancia.
Pero bueno, mientras pienso esto el tiempo pasa,
los minutos avanzan y ya queda menos para embarcar
y poder verte,
aunque igual ya te has cansado
y como no sabes nada de mí,
hasta puede que te hayas marchado.
Si esto es así, no sé qué haré,
porque tampoco sé dónde vives,
ni a dónde dirigirme para localizarte,
pero no adelantemos acontecimientos
que aún no estoy en la cafetería,
donde habíamos quedado.
Ya quedan pocos minutos para ir a tu encuentro
y estoy nervioso, aunque me pregunto por qué,
ya que en el hospital tú me dabas una gran tranquilidad
cuando entrabas en la habitación
y me preguntabas qué tal estaba
con aquella mirada y sonrisa que desarmaban los temores.
Eras un ángel vestido de azul en medio de la bruma.
Quizás por eso me sumé
a todos los que te seguían y miraban,
los que te pedían un poco de atención
y les devolvías la ternura más infinita.
Al final no sé por qué me dijiste
que me invitabas a un café
cuando me dieran el alta.
En realidad debería haber sudo yo
el que te invitara a ti,
porque eso era lo correcto y porque además te lo debía
por todo el esfuerzo realizado para sacarme una sonrisa.
Contigo fue muy fácil reír,
porque la sonrisa iba contigo,
en tu voz, en tu manera de ser
y no pude resistirme.
Ahora aquí estoy, esperando este tren
y mordiéndome los labios,
ya que ni siquiera sé si llegaré para verte
y poderte decir lo mucho que tengo guardado
y que no pude expresar allí,
en el hospital.
Ha empezado a llover, en la tarde,
y al final del andén se ve el nuevo tren
que entra, lentamente, en la estación
para abrir sus puertas y recoger a los viajeros.
Rafael Sánchez Ortega ©
04/07/17
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