PARA QUE LUEGO NO DIGAN...


Para que luego no digan
los curiosos de mi pueblo,
yo confieso aquí el cariño
por mi Villa en estos versos.

Barquereño ya nací,
de mis padres sin remedio,
y en sus calles me crie
entre juegos y el colegio.

Aún recuerdo las marismas
en la zona del relleno,
y aquel Tenis agridulce
con talleres descubiertos.

En el fondo estaba el Pardo
con lagunas en el suelo
y una larga carretera
le cruzaba sin remedio.

Poco a poco las basuras
remendaron todo aquello,
convirtiéndose en solares
que llegaban al Convento.

Más arriba, la Barrera,
señorial y en esqueleto,
presentaba sus fachadas
con escudos de abolengo.

Cuatro casas pervivían
del desastre de los fuegos,
que asolaron San Vicente
hace años sin remedio.

En la plaza yo corrí
y en la fuente bebí fresco,
aquel agua de Juan Reina
que calmaba mis deseos.

Unos viejos soportales,
con sus calles y paseos,
la casona la Amparanza
con sus muros más bien negros.

Son retales que me vienen
con fragmentos de recuerdos,
cuando miro hacia el pasado
de esta Villa y de mi tiempo.

Pero sigo en mi relato
de esos años tan inciertos
y me subo hasta el Castillo
y a la Iglesia sin remedio.

Hay callejas que aún existen,
callejones del Acuerdo,
de las Huertas, de las Monjas
y también del Carbonero.

Yo no sé si tales nombres
son historias o camelos,
pero sé que las pisamos
muchas veces sin saberlo.

De la iglesia y del Castillo,
¿qué os digo y qué os cuento?,
si sabéis toda su historia,
sus leyendas y secretos.

La primera está galana
y el segundo está durmiendo;
ella cuida el altozano
la bahía y hasta el puerto.

A sus lados las Marismas
la custodian con esmero,
y tras ellas las Calzadas
se deslizan por el suelo.

El Castillo está dormido,
eso dije y es bien cierto,
porque sufre la añoranza
de otros siglos ya muy lejos.

Ahora sueña, delirando,
con sus muros muy rehechos,
y se quita las legañas
de salitres y de miedos.

Porque abajo, una capilla,
ya no existe, y esto es cierto,
que al patrón de San Vicente
recordaba con afecto.

Yo recuerdo su semblante,
sus paredes y su cuerpo,
y mirar en una esquina
al barómetro del tiempo.

A lo lejos, tras el puente,
la Barquera está al acecho,
con sus "casas tan baratas"
y sus Páramos resecos.

Porque todo está cambiado
y ese sitio más que bello,
ha perdido la frescura
de aquel verde tan longevo.

Ya no hay huertas ni manzanos,
ni pululan los viñedos,
ni se escancian chacolíes
entre risas y entre versos.

Y quedaron solitarias
las encinas con sus besos
que albergaban la Capilla
de ese sitio tan añejo.

Porque solo la Capilla
es el sitio que venero
y la Virgen la Barquera
hace guardia sin desvelo.

Y lo hace en su barquía,
sin velamen y sin remos,
con el Niño entre sus brazos
que ella saca de paseo.

Y aquí termina el romance
de mis amores ya viejos,
porque Pejín yo nací
y Barquereño me siento.

Rafael Sánchez Ortega ©
05/04/14

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