ÉL SABÍA QUE NADIE LO ESPERABA

El sabía que nadie lo esperaba
y que todo moría sin remedio,
que eran guiños formados por la mente,
fantasías de locos en sus sueños.

Pero él acudía a aquella cita
y seguía el dictado de su pecho,
sus latidos un tanto acelerados
anunciaban la hora del encuentro.

Recordaba la linda caracola,
en la playa, quitándose sus velos,
y también la silueta tan serena
del ciprés que preside el cementerio.

Una gota de lluvia le saluda
y le manda un mensaje de los cielos,
es la lágrima tibia y el suspiro,
a su cara bajando con un beso.

Pero llega al rincón tan añorado,
donde el haya y el roble, con el fresno,
recogieron antaño sus promesas
y guardaron celosos el secreto.

El hechizo se rompe lentamente,
un sonido regresa con el eco,
es la voz temblorosa, inconfundible,
que su nombre pronuncia desde lejos.

Un temblor le recorre las espaldas,
un temblor que es de frío y no de miedo,
y la sangre acelera sus impulsos
y también las pupilas de los ciegos.

Es la brisa que llega cantarina,
el salitre que viene con el viento,
es la voz de la tierra que le llama,
el volcán y la lava de lo eterno.

Nadie espera en el bosque en esta hora,
el encuentro es el sueño de los necios,
pero el hombre que busca y desespera
seguirá con su sueño hasta el invierno.

Hoy la brisa le deja una caricia,
como ayer, como siempre y en silencio,
a pesar de ese encuentro tan baldío,
que producen las fiebres en los cuerdos.

Rafael Sánchez Ortega ©
17/10/10

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