REMINISCENCIAS XVII



XVII

Hago un alto y me detengo,
porque es inevitable, en este día.

Los recuerdos y el pasado
se amontonan, y me pesan,
como un cauce desbordado
que quisieran ver el río de la vida.

Hay cansancio en las palabras,
que intranquilas,
permanecen a la espera
de un destino en el cuaderno.

Ellas son las portadoras de mi risa,
de mis cantos,
de mis sueños infantiles,
de las bromas recibidas
y de aquellas, que en silencio,
yo también logré sacarlas de mi alma
y llevarlas, con paciencia,
a sentir las pulsaciones
de una vida ya lejana.

Porque todo fueron versos
de un poema inacabado.
Sensaciones que se ahogaban
entre rosas y claveles
con suspiros rescatados de novelas
y de cuentos.

¡Cuántas veces me miraron las estrellas
y me hablaron, en silencio, por las noches...!
¡Cuántas veces me dijeron que siguiera
enamorado de la música celeste que dejaban
sus pupilas...!
¡Cuántas otras me abrazaron y arroparon
con la brisa y con las sombras,
bajo el manto protector de su mirada...!

Más no valen las resacas de recuerdos
y pasados porque el tiempo transcurrido
está latente,
y va conmigo, en cada gota
de escritura que se escapa hacia el cuaderno.

Hay un néctar agridulce que me sale
desde dentro,
y que grita en las entrañas
deseando ver la vida.
Hay un mar verdeazulado que me invita
desde siempre,
con su paz y con sus olas,
a tenderme entre las aguas.
Hay un beso que se esconde entre los labios
silenciosos de los cielos,
esperando que yo acuda a recogerlo
con mis labios.

Y es así, sin darme cuenta,
simplemente porque sí,
ya que los cauces necesitan a los ríos,
y los ríos a los mares,
y los mares a la lluvia,
y la lluvia a los cristales de las almas,
y las almas a las lágrimas rebeldes
de los hombres y los niños,
porque todo es poesía en ese acto
y es, en fin,
la pura esencia de la vida.

Rafael Sánchez Ortega ©
11/06/14

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